Morfeo
Llevabas, Teresa, tantas noches zarandeándome inútilmente que cuando esta madrugada me has acariciado –era tu mano reconquistando mis hombros, colonizando mi ombligo- se me ha erizado la piel y me he desvelado.
Ha sido –después de tanto tiempo sin hacerlo- un gesto culpable y torpe que me ha dejado al pairo, escuchando los primeros coches, contando una y mil veces las rendijas de la persiana.
He comprendido que el viaje te ha cambiado extrañamente. “Al menos –dijiste al marcharte- estaré unos días sin escuchar tus ronquidos; dormiré –suspiraste aliviada- como una niña”.
Sí. Has vuelto de esa inesperada Convención morena y distinta.
Le debemos, tesoro, tanto al hombre que te ha dicho que tú –no puede quererte demasiado- también roncas...
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