Thursday, February 16, 2006

Burbujas


El felpudo, cariño. Lo primero que echamos de menos fue el felpudo. Recordábamos perfectamente a la entrada de nuestra casa había un felpudo que rezaba Bienvenido. Estaba un poco ajado por el uso pero era nuestro felpudo. Uno busca siempre el felpudo al llegar a su casa y se sacude los zapatos, los semáforos, el jefe, el lunes. A nadie deberían, amor mío, robarle el felpudo.
Sí; los dos nos quedamos mirando ridículamente al suelo intentando inútilmente dar con el felpudo. Sin él la casa se nos antojó de repente deshabitada, casi inhóspita.

La puerta cedió al primer giro de la llave como si en lugar de a Torrevieja tan sólo hubiéramos ido al súper; como si hubiéramos cerrado la puerta despreocupadamente pues íbamos a estar ahí mismo, en la farmacia de la esquina; como si hubiéramos bajado a tirar la basura y bastara con el golpete.
Hostia –dijiste entonces y empujaste la hoja.
Nos miramos por un instante, recorrimos cada habitación y comprobamos que los ladrones habían arramblado con todo. En las paredes se distinguían las líneas de los armarios, de los cuadros; sobre el suelo, los rectángulos que hasta hacía unos días habían ocupado las alfombras; del techo, como estalactitas, asomaban los cables de corriente.
En la cocina no quedaba ningún electrodoméstico; tan sólo el reloj de plato seguía tercamente marcando las horas. ¿Para qué coño querrían nuestros cepillos de dientes, las compresas y el agua oxigenada? ¿A quién pensaban venderles nuestros zapatos?
Buscamos inútilmente donde desplomarnos y nos acabamos sentando sobre la maleta que tú aún no habías soltado de la mano. Hicimos después un rápido inventario de aquella pesadilla; lamentamos no tener contratado un seguro, lloramos algunas fotos. Nos culpamos mutuamente de no tener una alarma, un pittbull, una escopeta; del buzón atestado de correspondencia; de no haber regresado unos días antes como dije yo; de no haber ido en Septiembre como tú proponías.
Nuestras voces nos sonaron distintas en aquel espacio expoliado que mostraba sin ningún pudor los radiadores, las jambas, las escarpias. Tú sentiste frío y te abrazaste -llevabas tiempo sin hacerlo- a mí, que buscaba, nerviosa, el móvil para llamar a la comisaría.
Mientras tecleaba el número y tú fijabas la vista donde estaba el televisor de plasma, se apoderó de nosotros la nostalgia. Sentados sobre aquella Samsonite volvimos a ver la casa diez años atrás, cuando aún -¿recuerdas?- todo era posible; cuando nos amábamos sobre el parquet o comíamos en una mesa de camping una pizza Napolitana.


Colgué antes de que respondiera la policía.

Thursday, February 02, 2006

After shave

"hasta los huesos
sólo calan los besos
que no has dado”

Joaquín Sabina



Debí suponer –lo anunciaste con tanta solemnidad– que un suceso tan frívolo traería consecuencias.
Dedicaste, cariño, toda la mañana del sábado a aquella tarea: afeitarte. Después de lucirla durante más de quince años te rasuraste la barba con un mimo irreprochable; procurabas, acaso, que esa extirpación no resultara tan traumática: espuma para pieles delicadas, maquinilla de tres hojas con cabezal basculante y un delicado after shave con una reparadora esencia de alóe vera.
Durante unos minutos me pareciste desnudo, vulnerable; poco más tarde me asaltó, cielo, la absurda certeza de encontrarme ante otro hombre, un tipo inaudito que poco o nada tenía que ver contigo y que había ido creciendo al amparo de aquel discreto antifaz.
Esa idea comenzó, en fin, a turbarme profundamente: me excitaba tanto imaginar que un intruso había irrumpido en la casa… Sus besos no eran los de mi marido; eran ilícitos, tan dulces como clandestinos. Este amor adúltero, precipitado y urgente, me enloquece.
Ayer mismo tuvimos que refugiarnos en un portal al verte venir –arréglate; llevas la barba muy descuidada- por la acera de enfrente.
A punto estuve –cielo, esto es un sinvivir...– de llamarte y de contártelo todo.

Morfeo

Llevabas, Teresa, tantas noches zarandeándome inútilmente que cuando esta madrugada me has acariciado –era tu mano reconquistando mis hombros, colonizando mi ombligo- se me ha erizado la piel y me he desvelado.
Ha sido –después de tanto tiempo sin hacerlo- un gesto culpable y torpe que me ha dejado al pairo, escuchando los primeros coches, contando una y mil veces las rendijas de la persiana.
He comprendido que el viaje te ha cambiado extrañamente. “Al menos –dijiste al marcharte- estaré unos días sin escuchar tus ronquidos; dormiré –suspiraste aliviada- como una niña”.
Sí. Has vuelto de esa inesperada Convención morena y distinta.
Le debemos, tesoro, tanto al hombre que te ha dicho que tú –no puede quererte demasiado- también roncas...

Elija su destino

La máquina, tesoro, me lo pedía sin ambages; casi me lo exigía. No, no era un “¿Te gusta conducir?” del que sale uno del paso sin despeinarse; un "¿Te falta Tefal?" que puedas ignorar yendo al baño.
Se acercaba tal vez a ese "¿a qué huelen las nubes?" que me sigue torturando y aún me hace mirar al cielo o al "¿y tú de quién eres?" de una empresa de refrescos que me pedía una apuesta inequívoca por un sabor determinado.
No; allí estaba, vida mía, fijo en su pantalla, en su ojo de cíclope. Aquel trasto no se iba a rendir hasta que le contestara. "Elija su destino", persistía, como condición sine qua non para seguir adelante y añadía –no sé si movido por la cortesía o por la impaciencia- "por favor".
Suelo comprar, cariño, el billete en una ventanilla convencional, atendida por una amable joven que no hace preguntas tan profundas; como mucho esboza un "buenas tardes" o "menudo tiempecito". Hoy estaba cerrada y esa frase me ha estropeado el viaje.
A Dios gracias la máquina había desplegado un abanico con algunas sugerencias. Cerré los ojos –el destino, pensé, debe ser ciego- y sin otra ayuda que el tacto pulsé en la pantalla sobre una de las posibilidades. Recogí el billete con la angustia del que escucha un veredicto y viajé hasta esta estación de cercanías. Al apearme, tú, una perfecta desconocida, te acercaste y me diste un tórrido beso en los labios. El niño que te acompañaba -tiene mis mismos ojos- me llamó papá.

Desde entonces soy el hombre más feliz del mundo.
¿Entiendes, corazón, por qué me emociono al ver un tren de Cercanías?

El amor confía sin límites

"El amor confía sin límites; cree sin límites."
Cantar de los cantares.


Lo más asombroso -con serlo- no es el hecho en sí. No; lo más inquietante, cielo, no es que yo vea de cuando en cuando una jirafa. Lo más inquietante es que nadie más en el autobús, en la calle, en la playa, vuelva incrédulo la cabeza: como si el animal no estuviera allí –delicado, elegante- caminando como hoy bajo la lluvia entre la multitud sedienta de rebajas.
No; lo más fascinante –con serlo- no es el hecho en sí. Lo más fascinante es que tú, tesoro, te acerques para acariciarle –a veces aciertas- el lomo y te subas a los árboles para bajarle los brotes más tiernos. Tu cara es un poema cuando desaparecen, mágicamente, las hojas de tus manos.

Yo también –amor, créeme- veo tu elefante rosa. Allí mismo; sobre aquel tejado…

Ni carne ni pescado

De sobra sabes, cielo, que fui engendrado en el coche cama del TALGO Madrid-La Coruña: te he contado cientos de veces, tesoro, que en el instante en que aquel aventajado espermatozoide dribló a sus congéneres y perforó el óvulo, la primera mitad de aquel convoy alcanzaba ya la localidad de Benavente pero su furgón de cola seguía en el término municipal de Revellinos.
Sabes también cómo esa anécdota tan peregrina, ese hecho tan accidental y prosaico, ha marcado mi –nuestra- existencia: darme a escoger entre playa o monte, derecha o izquierda, diesel o gasolina es plantearme una duda existencial irresoluble.
Para mí –compréndelo, vida- no existen las certezas: vuelvo una y mil veces sobre mis pasos para cerciorarme de haber apagado las luces, de haber cerrado la puerta…
La vida diaria me coloca en un continuo brete. La última vez que bajé al Sabeco tuviste que rescatarme: leche entera o desnatada. No puedo, lo sabes, comer fuera de casa: un menú del día es para mí un jeroglífico irresoluble; tardo siglos en decantarme por la pasta, los macarrones o los garbanzos y para cuando el paciente camarero me trae el plato escogido me asalta la certeza absoluta de haberme equivocado.
Mientras doy cuenta –y aún, amor, no sé debo pedir tinto o rosado…- del cocido de garbanzos, el filete ruso, la merluza a la romana y la carne guisada opositan en mi mente a segundo plato.
Renuncio al postre y alcanzo la calle exhausto.

Ayer mismo -date cuenta, cariño- me quedé bloqueado en un andén del metro. A punto estuve de no llegar a la superficie: después de penosas reflexiones opté por las escaleras mecánicas frente a las convencionales. Entré en una cafetería con el ánimo de sofocar tanta incertidumbre con un poco de agua y salí -¿fría o del tiempo?- aún más angustiado.

Mi vida, lo sabes, es un laberinto: no sé qué bifurcación es la acertada; dónde está la salida de este dédalo insufrible.

¿Y aún –ella o yo, tú decides- me pones, amor, en esta disyuntiva...?